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trẻ a alguna distancia, y sobre la roca fria di un descanso delicioso a mi cuerpo, hasta la llegada de Hadgi—Stavros.

Este no parecía menos conmovido ni menos agitado que Dimitri. Me tomó en brazos como a un niño enfermo, y me llevó de un tirón hasta el fondo del cuarto fatal donde Basilio estaba sepultado. Me coloco sobre su propia alfombra con precauciones maternales; dió dos pasos atrás. me miró con una curiosa mezcla de odio y de piedad, y dijo a Dimitri:

Hijo mío, es la primera vez que habré dejado tal crimen impune. Ha matado a Basilio, pero esto no es nada. Ha querido asesinarme a mi misme: se lo perdono. ¡Pero el canalla me ha robado! ¡Ochenta mil francos menos en la dote de Fotini! Buscaba yo un suplicio que igualase a su crimen. ¡Oh! Tenlo por seguro: ilo hubiera encontrado!... ¡Qué desdichado soy! ¿Por qué no he reprimido mi cólera? Le he tratado muy duramente. Ella lo pagará. Si ella recibiese veinte palos en sus piececitos, no la volveria a ver. A los hombres esto no los mata; pero ¡una mujer! ¡Una niña de quince años!

Hizo desalojar la sala a todos los bandidos que se apretaban en torno nuestro Quitó suavemente los trapos ensangrentados que envolvian mis heridas.

Mandó a su chibudgi en busca del bálsamo de Luidgi Bey. Se sentó delante de mi en la tierra húmeda, cogió mis pies entre sus manos y contemoló mis heridas. Cosa increible: tenia lágrimas en los ojos.

¡Pobre muchacho! — dijo. Debe usted de su-