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suela al morir con la conciencia altiva de su superioridad. Me decia con orgullo: «Pereceré en las torturas, pero soy dueño de mi dueño y verdugo de mi verdugo.»

VII

John Harris

El Rey contemplaba su venganza como un hombre que lleva tres días en ayunas contempla una buena comida. Iba examinando uno por uno todos los platos; quiero decir, todos los suplicios; se pasaba la lengua por los labios secos, pero no sabia por dónde comenzar ni qué. escoger. Hubiérase dicho que el exceso de hambre le quitaba el apetito. Se golpeaba la cabeza como para que de ella le brotase algo; pero las ideas salían tan rápidas y tan apretadas, que era difícil coger una al paso.

—Hablad vosotros—gritó a sus súbditos—.

Aconsejadme. ¿Para qué serviréis si no sois capaces de indicarme algo? ¿Esperaré que el corfiota haya vuelto, o que Basilio eleve su voz desde el fondo de su tumba? ¡Encontradme, animales, un suplicio de ochenta mil francos!

El joven chibudgi dijo a su amo:

—Se me ocurre una idea. Tienes un oficial muer-