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¡Ta, ta, ta, ta! ¡Qué jóvenes! ¡Extremados en todo! Echan la soga tras el caldero. Si le escuchase, me habría de arrepentir dentro de ocho dias y usted también. Las inglesas pagarán, estoy seguro. Conozco todavía a las mujeres, aunque haga mucho tiempo que vivo retirado. ¿Qué se diría si hoy le matase a usted y mañana llegase el rescate? Correría la voz de que he faltado a mi palabra, y mis prisioneros futuros se dejarian degollar como corderos sin pedir un céntimo a sus parientes. ¡No hay que estropear el oficio!

—¡Ah! Crees tú, hombre habilidoso, que las inglesas te han pagado. ¡Si, te han pagado como mereces!

—Es usted muy bondadoso.

—¡Su rescate te costará ochenta mil francos, ¿entiendes? ¡Ochenta mil francos fuera de tu bolsillo!

—¡No diga usted esas cosas! Parece como si le hubiesen dado los palos en la cabeza.

—Digo la verdad. ¿Te acuerdas del nombre de tus prisioneras?

—No, pero lo tengo por escrito.

—Voy a refrescar tu memoria. La señora de edad se llamaba Simons.

—¿Y qué?

—Asociada de la casa Barley, de Londres.

—¿Mi banquero?

—Justamente.

—¿Cómo sabes el nombre de mi banquero?

—¿Por qué has dictado tu correspondencia delante de mi?

—Después de todo, ¿qué me importa? No pueden