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Mary—Ann y más de cien mil imprecaciones para que la señora Simons y John Harris se las repartieran.

No me desmayé un solo instante; es una cualidad de que carezco, ya se lo he dicho a usted. De modo que no se perdió nada. Senti todos los palos, uno después de otro. El primero fué tan furioso, que crei que nada les quedaria a los sucesivos. Me cogió por el medio de la planta de los pies, bajo esa pequeña bóveda elástica que precede al talón y que soporta el cuerpo del hombre.

No fué el pie lo que me dolió esta vez; pero crei que los huesos de mis pobres piernas iban a saltar en astillas. El segundo me alcanzó más bajo, precisamente bajo los talones; me dió una sacudida profunda, violenta, que hizo estremecerse toda la columna vertebral y lleno de un tumulto espantoso mi cerebro palpitante y mi cráneo, pronto a estallar.

El tercero cayó recto sobre los dedos y produjo una sensación aguda y lancinante que me estremeció toda la parte anterior del cuerpo y me hizo creer un momento que la extremidad del palo había venido a levantarme la punta de la nariz. En este momento, me parece, fué cuando brotó la sangre por primera vez. Los golpes se fueron sucediendo en el mismo orden y en los mismos sitios, a intervalos iguales.

Tuve bastante valor para callarme a los dos primeros; grité al tercero; aullé al cuarto: gemi al quinto y a los siguientes. Al décimo, la carne misma no tenia ya la fuerza necesaria para quejarse: me callé.

Pero el anonadamiento de mi vigor fisico no disminuyó en nada la nitidez de mis percepciones. Hu-