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Avancé hacia el féretro; contemplé frente a frente este rostro, cuyos ojos abiertos parecian burlarse de mi confusión; incliné la cabeza y rocé ligeramente los labios. Un bandido jocoso me empujó por la nuca.

Mi boca se aplastó contra la boca fria; senti el contacto de sus dientes de hielo y me levanté transido de espanto, guardando en mis labios no sé qué sabor de muerte que ahora, en el momento de hablarle, me aprieta todavia la garganta. Las mujeres son muy dichosas: tienen el recurso de desmayarse.

Entonces bajaron a tierra el cadáver. Le arrojaron un puñado de flores, un pan, una manzana y algunas gotas de vino de Egina: las cosas de que menos necesidad tenía. La fosa quedó cerrada más pronto de lo que yo hubiese querido. Un bandido hizo observar que hacian falta dos palos para una cruz. Hadgi—Stavros le respondió:

—Está tranquilo; pondremos los palos del milord.

Ya puede usted imaginarse cómo me resonaba el corazón en el pecho. ¿Qué palos eran aquellos? ¿Qué habia de común entre los palos y yo?

El Rey hizo una señal a su chibudgi, que corrió a las oficinas y volvió con dos largas varas de laurel de Apolo. Hadgi—Stavros cogió las parihuelas fúnebres y las llevó sobre la tumba. Las apoyó en la tierra recién removida, las hizo levantar por un extremo, mientras con el otro tocaba en el suelo, y me dijo sonriente:

—Estoy trabajando para usted. Haga usted el favor de descalzarse.

Debió leer en mis ojos una interrogación llena de