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haber muerto en Grecia, pues es una música abominable, y nunca me consolaria de haber sido enterrado a los acordes de esta música.

Cuatro bandidos se pusieron a cavar una fosa en medio del cuarto, en el lugar en que había estado emplazada la tienda de la señora Simons, y en el sitio donde Mary—Ann habia dormido. Otros dos corrieron al almacén a buscar cirios, que distribuyeron a la concurrencia. Yo recibi uno como los demás. El monje entonaba el oficio de difuntos. Hadgi—Stavros salmodiaba el responso con una voz firme que me removía hasta el fondo del alma. Corria un poco de viento, y la cera de mi cirio caía sobre mi mano en lluvia ardiente; pero, ¡ay!, era bien poca cosa al lado de lo que me esperaba. Me hubiese abonado con gusto a aquel dolor si la ceremonia hubiese podido no acabar nunca.

Acabó, sin embargo. Pronunciada la última oración, el Rey se acercó solemnemente a las parihuelas donde estaba depositado el cadáver y le besó en la boca. Los bandidos, uno a uno, siguieron su ejemplo.

Me estremecia a la idea de que me llegase mi vez.

Me escondi detrás de los que habían ya pasado; pero el Rey me vió y me dijo:

—Ahora le toca a usted. ¡Vaya usted! ¡Bien le debe usted esto!

¿Era esta la expiación con que me habia amenazado? Un hombre justo se hubiese contentado con menos. Le juro a usted, caballero, que no es un juego de niños besar los labios de un cadáver, sobre todo cuando se reprocha uno el haberlo matado.