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cias nos asaltan a la vez: en que acabo de sufrir una derrota; en que he perdido mis mejores soldados; en que Sófocles está herido; en que el corfiota está moribundo; en que el joven Spiro, con quien contaba, ha perdido la vida; en que todos mis hombres están cansados y sin ánimos! ¡En este momento ha tenido usted el valor de arrebatarme mi Basilio! ¿Es que carece usted de sentimientos humanos? ¿No era cien veces mejor pagar honradamente su rescate, como conviene a un buen prisionero, que autorizar a que se diga que ha sacrificado usted la vida de un hombre por quince mil francos?

—¡Vaya una cosa!—exclamé yo a mi vez—; me parece que ha matado usted a bastantes más y por menos.

Él replicó con dignidad:

—Es mi oficio, caballero; usted no estaba en el mismo caso. Yo soy bandido, y usted es doctor. Yo soy griego, y usted es alemán.

Nada tenia que responder a esto. El temblor de todas las fibras de mi corazón me hacia sentir claramente que no habia nacido ni estaba educado para la profesión de matador de hombres. El Rey, alentado por mi silencio, elevó la voz y prosiguió de esta manera:

—¿Sabe usted, desgraciado joven, quién era la criatura excelente cuya muerte ha causado usted?

Descendia de esos heroicos bandidos de Suli, que han sostenido tan crudas guerras por la religión y por la patria contra Ali de Tebelen, bajá de Janina. Desde hace cuatro generaciones, todos sus antecesores