Página:El rey de las montañas (1919).pdf/201

Esta página no ha sido corregida
197
 

Lo acribillé a injurias, le arrojé los nombres más odiosos; pero todo en vano: hablaba más alto que yo. Cambié de tono, probé con buenas palabras, le interpelé duicemente en griego, en la lengua de sus padres: el no sabia más que una respuesta a todas mis palabras, y su respuesta estremecia la montaña.

Se me ocurrió callarme; él se calló. Me tumbé entre los charcos de agua; él se extendió al pie de la roca gruñendo entre dientes. Fingi dormir; él se durmió.

Me dejé deslizar insensiblemente hacia el arroyo; él se levantó de un salto, y apenas tu ve el tiempo justo de volver a encaramarme en mi pedestal. Mi sombrero quedó entre las manos o, más bien, entre los dientes del enemigo. ¡Un instante después no era más que una mermelada, una papilla de sombrero!

¡Pobre sombrero! Le compadecia; me ponía en su lugar. Si hubiese podido salir del negocio sólo mediante algunos mordiscos, no me hubiera importado mucho; le hubiera concedido al perro su parte. ¡Pero estos monstruos no se contentan con morder a las gentes, sino que se las comen!

Se me ocurrió que acaso tuviese hambre; que si conseguía hartarle me morderia probablemente aún; pero que no me comeria. Tenia provisiones, y las sacrifiqué; lo único que sentia es no tener cien veces más. Le lancé la mitad del pan y se lo tragó como si fuese un abismo: imaginese usted un guijarro que cae en un pozo. Yo miraba triste lo poco que me quedaba que ofrecerle, cuando reconoci en el fondo de la caja un paquete blanco que me sugirió algunas ideas. Era una pequeña provisión de arsénico