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Nada de luna, pero una profusion de estrellas: era la noche que me convenia. El césped, cortado en largos trozos, podia ser levantado como si fuese una pieza de paño. Al cabo de una hora mis materiales estaban dispuestos. Cuando los llevaba á la fuente, le di a Basilio con el pie. Se levantó pesadamente y me preguntó, por costumbre, si necesitaba algo. Yo dejé caer mi carga, me senté al lado del borracho y le supliqué que bebiese otra copa a mi salud.

— Si —dijo, tengo sed.

Le llené, por última vez, la copa de cobre. El bebió la mitad, se derramó el resto por la barbilla y el cuello, intentó levantarse, cayó de bruces extendió los brazos y no se volvió a mover. Corrí a mi dique, y, a pesar de ser novicio, consegui detener sólidamente el arroyo en cuarenta y cinco minutos. Era la una menos cuarto. Al ruido de la cascada sucedió un silencio profundo. Senti miedo. Reflexioné que el Rey debia tener el sueño ligero, como todos los viejos, y que probablemente le despertaria aquel silencio inusitado. En el tumulto de ideas que agitaba mi espiritu, recordé una escena de El barbero de Sevilla, donde Bartolo se despierta en cuanto deja de escuchar la música. Me deslicé a lo largo de los árboles hasta la escalera, y recorrí con los ojos el gabinete de Hadgi—Stavros. El Rey descansaba apaciblemente al lado de su chibudgi. Me deslicé hasta a veinte pasos de su abeto, escuché atentamente: todo dormía. Volvi a mi dique, pasando por un charco de agua que me llegaba ya a los tobillos, y me incliné sobre el abismo.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 18