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pero algo me detuvo el brazo. Es lástima que a las gentes honradas les cueste tanto trabajo matar a los asesinos, mientras a ellos les cuesta tan poco matar a las gentes honradas. Meti el puñal en su vaina.

Basilio me tendió su pistola; pero yo me negué a to marla, y le dije que mi curiosidad quedaba satisfecha. Armó el gatillo, me enseñó el cebo, apoyó el cañón en su cabeza, y me dijo: «Con nada, ya no tendrías vigilante.» ¡No tener vigilante! ¡Si era precisamente lo que yo quería! Pero la ocasión era demasiado favorable, y la idea de ser traidor me paralizaba. Si le hubiese matado en aquel momento, no hubiese podido sostener su última mirada. Mejor era dar el golpe por la noche. Por desgracia, en vez de ocultar sus armas, las colecaba ostensiblemente entre su lecho y el mío.

Acabé por encontrar un medio de huir sin tener que despertarle ni degollarle. Esta idea se me ocurrió el domingo 11 de mayo, a las seis. El dia de la Ascensión habia yo notado que a Basilio le gustaba beber y que resistia mal el vino. Le invité a comer conmigo. Esta muestra de amistad se le subió a la cabeza; el vino de Egina hizo lo demás. Hadgi—Stavros, que no me había vuelto a honrar con su visita desde que perdi su estimación, se conducia aún de modo generoso. Mi mesa estaba mejor servida que la suya. Me hubiese podido beber un pellejo de vino y un tonel de rhaki. Basilio, admitido a participar de estas magnificencias, comenzó la comida con una humildad conmovedora. Se mantenía alejado tres pies de la mesa, como un labriego invitado a casa de su se-