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mador de niños en la lista de mis amigos, no tenia ningún interés en estrechar la mano de un hombre cuya muerte había decidido. Mi conciencia me permitia matarlo. ¿No me hallaba en el caso de legitima defensa? Pero me repugnaba matarlo a traición, y debia, por lo menos, ponerlo en guardia por mi actitud hostil y amenazadora. Al mismo tiempo que rechazaba sus oficiosidades, desdeñaba sus cortesias y procuraba sustraerme a sus atenciones, espiaba cuidadosamente la ocasión de escaparme; pero su amistad, más vigilante que el odio, no me perdia de vista un solo instante. Cuando me inclinaba sobre la cascada para grabar en mi memoria los accidentes del terreno, Basilio me arrancaba a mi contemplación con una solicitud maternal: «¡Cuidado!—decia, tirándome por los pies —. Si tuvieras la desgracia de caerte, me lo reprocharía toda la vida. Cuando por la noche intentaba levantarme a escondidas, saltaba fuera de su cama para preguntarme si tenia necesidad de algo. Jamás hubo granuja más despierto.

Daba vueltas a mi alrededor como una ardilla en una jaula.

Lo que, sobre todo, me exasperaba era su conflanza en mi. Un dia manifesté deseos de examinar sus armas, y él me puso su puñal en la mano. Era un puñal ruso, de acero damasquinado, de la fábrica de Tula. Saqué la hoja de la vaina, probé la punta en mi dedo, la dirigí sobre su pecho, eligiendo el sitio, entre la cuarta y la quinta costilla El me dijo sonriendo: «No aprietes; me matarias.» Ciertamente, señor, apretando un poco le hubiese hecho justicia,