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ñará en su tienda. Esto no es todavía más que una precaución. En caso de reincidencia, tenga usted presente que se le castigará. Basilio, a ti te encomiendo la vigilancia del señor.

Basilio me saludó con su cortesía ordinaria.

¡Ah! ¡Miserable! —pensé para mi—. ¡Tú eres el que arroja las criaturitas al fuego! ¡Tú eres el que ha insultado a Mary—Ann y el que ha querido apuñalarme el día de la Ascensión! ¡Pues bien!: prefiero entendérmelas contigo que con cualquier otro.» No le referiré los tres dias que pasé en mi cuarto en compañía de Basilio. Este tipo me proporcionó una dosis de aburrimiento que no quiero compartir con nadie. No me queria mal, y hasta sentía una cierta simpatía hacia mí. Creo que si me hubiese hecho prisionero por su cuenta, me hubiese soltado sin rescate. Mi rostro le habia agradado desde la primera mirada. Le recordaba un hermano que había perdido por sentencia de los tribunales. Pero tales demostraciones de amistad me importunaban cien veces más que los malos tratamientos. No esperaba a que amaneciese para darme los buenos dias; a la caída de la tarde no dejaba nunca de desearme prosperidades, cuya lista era larga. Me sacudia, en lo más profundo del sueño, para informarse si me habia tapado bien. En la mesa me servia como un buen criado; a los postres me contaba historias o me suplicaba que se las contase yo. ¡Y siempre adelantando la garra para estrecharme la mano! Yo oponía a su buena voluntad una resistencia encarnizada. Aparte de que me parecía inútil incluir un que,