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nube de polvo se levantó a diez pasos delante de mi.

Algo más lejos, una mancha blanca se pega bruscamente a una roca gris. Dos detonaciones resuenan al mismo tiempo.

Los bandidos acababan de descargar sus pistolas; yo, a pesar del fuego enemigo, seguia corriendo. La persecución comienza de nuevo; oigo dos voces sofocadas que me gritan: «¡Pårate! ¡Párate!» Pero yo no me paro. Pierdo el camino; continúo corriendo sin saber adónde voy. Un foso se presenta, ancho como un rio; pero llevo demasiado impetu para medir las distancias. Salto: me he salvado. Mis tirantes se rompen: ¡estoy perdido!

¿Se rie usted? ¡Quisiera verle correr sin tirantes, sosteniéndose con las dos manos la cintura del pantalón! Cinco minutos después, amigo mio, los bandidos me habían cogido. Me pusieron esposas en las manos y trabas en los pies, y dándome golpes con una vara me empujaron hacia el campamento de Hadgi—Stavros.

El Rey me recibió como si yo me hubiese declarado en quiebra y me hubiese llevado quince mil francos suyos.

Caballero—me dijo—, tenía otra idea de usted. Creia conocer a los hombres; su cara me ha engañado. Nunca hubiese creído que fuera usted capaz de causarnos un perjuicio, sobre todo después de la conducta que he observado con usted. No le extrañe que tome en adelante medidas severas. Usted me fuerza a ello. Se le internará en su cuarto hasta nueva orden. Uno de mis oficiales le acompa-