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Acepté el ofrecimiento del rey, y, sin perder momento, éste colocó dos centinelas de vista a mi lado.

No se extendió en recomendaciones minuciosas. Les dijo sencillamente:

—Es un milord de quince mil francos; si lo dejais escaparse habrá que pagarlo o reemplazarlo.

Mis acólitos no parecían, ni mucho menos, estar inválidos; no tenían ni herida, ni contusión, ni desperfecto de ninguna clase; sus piernas eran de acero, y no había que esperar que sus pies se sintiesen incómodos en sus zapatos, porque gastaban una especie de alpargatas muy amplias que dejaban al descubierto el talón. Al pasarles revista advertí, no sin sentimiento, dos pistolas tan largas como fusiles de niños. Con todo, no perdi ánimo. A fuerza de estar con malas gentes, se me habia hecho familiar el silbido de las balas. Ajusté la caja a la espalda, y me puse en marcha.

—¡Que se divierta usted!—me gritó el Rey.

—¡Adiós, señor!

—No. ¡Hasta la vista!

Llevé a mis compañeros en la dirección de Atenas; era ir ganando terreno al enemigo. Ellos no pusieron ningún inconveniente, y me permitieron ir por donde queria, Estos bandidos, mucho mejor educados que los gendarmes de Pericles, dejaban a mis movimientos toda la amplitud necesaria. No sentia a cada paso sus codos metérseme en los costados.

Por su parte, ellos también herborizaban para la comida de la noche. En cuanto a mí, parecía muy metido en mi tarea; arrancaba a diestro y siniestro ma-