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Hadgi—Stavros vino a cambiar el curso de mis ideas ofreciéndome un medio de evasión más sencillo y menos peligroso. No se necesitaban más que piernas, y, gracias a Dios, me encuentro bastante bien provisto en ese punto. El Rey me sorprendió en el momento en que bostezaba como el más humilde de los animales.

—¿Se aburre usted?—me dijo—. Es la lectura.

Nunca he podido abrir un libro sin riesgo para mis mandibulas. Veo con gusto que los doctores no resisten más que yo. Pero ¿por qué no emplea usted mejor el tiempo que le queda? Habia usted venido aquí para recoger las plantas de la montaña: no parece que en estos ocho días se haya llenado su caja.

¿Quiere usted que le deje ir de paseo, bajo la vigilancia de dos hombres? Soy demasiado magná nimo para negarle este pequeño favor. Cada uno debe desempeñar su oficio en este bajo mundo. Para usted, las hierbas; para mi, el dinero. Dirá usted a los que le han enviado aqui: «¡He aqui unas hierbas cogidas en el reino de Hadgi—Stavros!» Si encontrase usted alguna que fuese bella y curiosa, y de la que no se hubiese hablado nunca en su país, nabría que darle mi nombre, y llamarla Reina de las montañas.

—Positivamente—pensaba yo—, si me encontrase a una legua de aqui, entre dos bandidos, no sería dificil ganarles la delantera. El peligro doblaria mis fuerzas, no hay que dudarlo. Corre mejor el que tiene mayor interés en correr. ¿Por qué la liebre es el más vivo de todos los animales? Porque es el más amenazado.