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Cuando el último hombre de la escolta hubo desaparecido, Hadgi—Stavros me llevó aparte, y me dijo:

—Qué, ¿hemos cometido alguna torpeza?

—¡Ay, si! No hemos sido hábiles.

—Su rescate no ha sido pagado. ¿Lo será? Eso creo. Las inglesas parecen estar en los mejores términos con usted.

—Esté usted tranquilo; dentro de tres días estaré lejos del Parnés.

—¡Vamos, mucho mejor! Como usted sabe, necesito urgentemente dinero. Nuestras pérdidas del lunes van a gravar nuestro presupuesto. Es menester completar el personal y el material.

—¡Me hace usted gracia quejándose! ¡Y acaba usted de embolsarse cien mil francos de un golpe!

—No, noventa; el monje se ha quedado ya con el diezmo. De esta suma que le parece a usted enorme, no me quedarán veinte mil francos. Nuestros gastos sou considerables; tenemos pesadas cargas. ¿Y qué seria si la asamblea de los accionistas se decidiese a fundar un cuartel de inválidos, según ya se ha habla lo? No faltaria más que establecer una pensión para las viudas y los huérfanos del bandolerismo.

Como las fiebres y los tiros nos arrebatan treinta hombres por año, ya puede usted ver adónde nos llevaria esto. Nuestros gastos resultarian apenas cubiertos. ¡Me costaria a mi el dinero, querido amigo!

—¿No le ha ocurrido a usted nunca perder en un negocio?

—Una sola vez. Habia cobrado cincuenta mil