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Suplique usted a estas damas que no se preocupen de nada. Yo he sido quien les he dado una criada, y yo debo pagarla. Digales que si necesitan un poco de dinero para volver a la ciudad, mi bolsa está a su disposición. Les daré una escolta para que las acompañe hasta el pie de la montaña, aunque no corren ningún peligro. Los gendarmes son menos de temer de lo que generalmente se piensa. En la aldea de Castia encontrarán almuerzo, caballos y un guia:

todo está previsto y todo está pagado. ¿Cree usted que me harán el obsequio de estrecharme la mano en señal de reconciliación?

La señora Simons se hizo un poco de rogar; pero su hija tendió resueltamente la mano al viejo palíkaro, y le dijo en inglés con una travesura bastante divertida:

—Es un gran honor que nos hace usted, interesante señor, pues en este momento somos nosotros los cleftas y usted la victima.

El Rey respondió confiadamente:

—Gracias, señorita; es usted demasiado bondadosa.

La linda mano de Mary—Ann estaba tostada por el sol, como una pieza de satén rosa que se hubiese quedado a la luz durante tres meses de verano. Sin embargo, puede usted creerme que no me hice rogar para aplicar en ella mis labios. Después besé el metacarpo austero de la señora Simons.

—¡Valor, caballero! — gritó la vieja señora, alejándose.

Mary—Ann no dijo nada; pero me echó una mirada capaz de electrizar a un ejército.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 12