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Bajo la influencia de este éxtasis razonable, conté a Mary—Ann y a su madre toda mi vida, desde el primer día. Les pinté la casa paterna, la gran cocina en que comíamos todos juntos, las cacerolas de cobre colgadas en la pared por orden de tamaño, las guirnaldas de jamones y salchichas que se desarrollaban en el interior de la chimenea, nuestra existencia modesta y tan a menudo trabajosa, el porvenir de cada uno de mis hermanos: Enrique debe suceder a papá; Federico aprende el oficio de sastre; Frantz y Juan Nicolás han sentado plaza a los diez y ocho años: el uno es cabo de caballeria, y el otro tiene ya los galones de sargento. Les referi mis estudios, mis exámenes, los pequeños éxitos que habia obtenido en la universidad, el hermoso porvenir de profesor a que podía aspirar, con tres mil francos de sueldo por lo menos. No sé hasta qué punto les interesó mi relato; pero a mi me causaba un gran placer y de cuando en cuando llenaba mi vaso.

La señora Simons no volvió a hablarme de nuestros proyectos de matrimonio, y me alegré que no lo hiciese. Era preferible no decir de ello una palabra que charlar inútilmente cuando nos conociamos tan poco. El día se deslizó para mi como una hora; quiero decir, como una hora de placer. A la señora Simons le pareció el día siguiente un poco largo; por mi parte, hubiese querido detener el sol en su carrera. Enseñé los primeros elementos de botánica a Mary—Ann. ¡Ah, caballero, la gente no sabe todos los sentimientos tiernos y delicados que pueden expresarse en una lección de botanica!