Página:El rey de las montañas (1919).pdf/163

Esta página no ha sido corregida
159
 

ted haberme advertido? ¡Hubiera debido decirme que los bandidos eran unos santitos comparados con los gendarmes!

—Pero, señora, le habia prevenido de que no habia que contar con ellos.

— No ha sabido usted decirmelo; me lo ha dicho de un modo blando, torpe, flemático. ¿Podia yo creerle? ¿Podia yo creer que este hombre no era más que el carcelero de Stavros? ¿Que nos retenia aquí para dar a los bandidos tiempo de volver? ¿Que nos asustaba con peligros imaginarios? ¿Que se decia sitiado para hacerse admirar por nosotras? ¿Que simulaba ataques nocturnos para dárselas de que nos defendia? Ahora lo adivino todo: ¡pero no diga usted ahora que me ha advertido de algo!

—¡Por Dios, señora!; he dicho lo que sabia; he hecho lo que podia.

— Pero ¿qué alemán es usted? ¡Un inglés, en el puesto de usted, se hubiese dejado matar por nosotras, y yo le hubiese dado la mano de mi hija!

Las amapolas son bastante rojas; pero yo me puse más al oir la exclamación de la señora Simons. Me sentí tan azorado, que no me atrevía ni a levantar los ojos, ni a responder, ni a preguntar a la querida señora lo que entendia por estas palabras. Porque, en fin, ¿cómo una persona tan tiesa había llegado a hablar de tal modo delante de su hija y delante de mí? ¿Por qué resquicio esta idea del matrimonio habia podido entrar en su espiritu? ¿Era la señora Simons mujer capaz de conceder su hija, como honrada recompensa, al primer libertador que viniese?