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siado esclavo de la disciplina. Es su único defecto.

¡Granuja y bribón, cobarde y fanfarrón, embustero y ladrón! Estos son sus verdaderos adjetivos, señora, y se lo probaré a usted.

—¡Ay, caballero!, ¿qué le han hecho a usted los gendarmes?

—¿Qué me han hecho, señora? Sirvase usted venir conmigo aunque no sea más que hasta lo alto de la escalera, La señora Simons llegó en el preciso momento en en que los soldados desfilaban con el tambor a la cabeza, dejando a los bandoleros en el puesto que habian ocupado, y el capitán y el Rey se daban en la boca el beso de despedida. La sorpresa fué demasiado fuerte. No tuve cuidado de preparar a la buena señora, y sufrí el castigo que merecía, pues se desmayó cuan larga era, hasta romperme casi el brazo.

La llevé hasta la fuente; Mary—Ann le golpeó las manos; yo le arrojé un poco de agua por la cara. Pero creo que el furor fué lo que le hizo volver en si.

—¡Miserable!—gritó.

—Las ha desvalijado a ustedes, ¿no es cierto? ¿Les ha robado los relojes y el dinero?

— No siento mis joyas, ¡que se las guarde! Pero daria diez mil francos por recobrar los apretones de mano que le he dado. ¡Soy inglesa y no doy la mano a todo el mundo!

Esta pena de la señora Simons me arrancó un profundo suspiro. Ella continuó con más animación, y arrojó sobre mi todo el peso de su cólera.

—La culpa es de usted—me dijo—. ¿No podía us-