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conducido en brazos. El corfiota y algunos otros se habían quedado por el camino, quién en una aldea, quién sobre la roca pelada, al borde de un camino.

Toda la partida estaba sombria y desalentada.

Sofocles aullaba de dolor. Oi algunos murmullos contra la imprudencia del Rey, que exponía la vida de sus compañeros por una miserable suma, en vez de despojar tranquilamente a los viajeros ricos y apacibles.

El más entero, el más reposado, el más contento, el más animoso de la tropa, era el Rey. Sobre su rostro se leía la orgullosa satisfacción del deber cumplido. Me reconoció en seguida en medio de mis cuatro hombres y me tendió cordialmente la mano.

—Querido prisionero—me dijo—, aquí tiene usted un Rey bastante maltrecho. Esos perros de soldados no han querido dejarnos la caja. Era su dinero: por cosas ajenas no se hubiesen dejado matar. Mi paseo a las rocas escironianas no me ha producido nada y me ha costado catorce combatientes, sin contar algunos heridos que no curarán. Pero no importa: me he batido bien. Esos granujas eran más que nosotros y tenian bayonetas. ¡Sin eso!... Vamos, esta jornada me ha rejuvenecido, me he probado a mí mismo que tengo todavía sangre en las venas.

Y tarareó el primer verso de su canción favorita:

—Un clefta ojinegro...—prosiguió — ¡Por Júpiter!

—como decía lord Byron—, no hubiese querido por otros veinte mil francos haberme quedado aqui desde el sábado. En mi historia pondrán también esto. Dirán que con más de setenta años me he arrojado entre