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ricles. Para engañar mejor a la señora Simons y persuadirla de que la defendia contra un ejército de bandidos, mandaba de vez en cuando un ejercicio de tiro.

Esta fantasía estuvo a punto de costarle cara. Al regresar los bandoleros al campamento el lunes muy de mañana, creyeron habérselas con verdaderos enemigos, y respondieron con algunas balas, que afortunadamente no alcanzaron a nadie.

Yo no había visto nunca un ejército en derrota, cuando asistí a la vuelta del Rey de las montañas.

Este espectáculo tuvo, pues, para mi todo el atractivo de una primera representación. El cielo se habia mostrado sordo a mis oraciones. Los soldados griegos se habían defendido con tanto furor, que el combate se había prolongado hasta la noche. Formados en cuadro alrededor de los dos mulos que llevaban la caja, respondieron, primero, con un fuego regular a los tiradores de Hadgi Stavros. El viejo palikaro, desesperado de matar, uno a uno, ciento veinte hombres que no retrocedian, les atacó al arma blanca. Sus compañeros nos aseguraron que habia hecho maravillas, y la sangre de que estaba cubierto mostraba claramente que no habia escatimado su persona. Pero la bayoneta dijo la última palabra.

La tropa habia matado catorce bandidos, entre ellos un perro. Una bala de calibre había detenido los ascensos del joven Spiro, ¡el oficial de tanto porvenir!

Vi llegar unos sesenta hombres molidos de fatiga, polvorientos, llenos de sangre, contusionados y heridos. Sófocles tenia una bala en la espalda, y era