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tado con Hadgi—Stavros y conmigo. Pero lo más gracioso del caso es que no le creerán. El público no presta confianza más que a los embustes verosímiles. ¡Y vaya usted a persuadir a los papanatas de Paris, Londres o Berlín de que ha visto usted a un capitán de gendarmes abrazar a un jefe de bandoleros! ¡Una compañía de tropas escogidas montar la guardia alrededor de los prisioneros de Hadgi—Stavros para darle tiempo de desvalijar la caja del ejército! ¡Los más altos funcionarios del Estado fundar una compañía por acciones para despojar a los viajeros! Seria como contarles que los ratones del Atica han hecho una alianza con los gatos, o que nuestros corderos van a buscar su alimento en la boca de los lobos. ¿Sabe usted lo que nos protege contra el descontento de Europa? Lo inverosímil de nuestra civilización. Afortunadamente para el reino, todo lo que se escriba de verdad contra nosotros será siempre emasiado violento para ser creido. Podría citarle un librito que no contiene elogios para nosotros, aunque sea exacto de un extremo a otro. Ha sido leido en casi todas partes. En Paris lo han encontrado curioso; pero no sé más que de una cindad donde haya parecido que dice la verdad: Atenas. No le prohibo que añada un segundo volumen; pero espere usted a haberse marchado; de otro modo, habria acaso una gota de sangre en la última página.

—Pero—repliqué—si se comete alguna indiscreción antes de mi partida, ¿cómo sabrá usted que proviene de mi?

—Usted es el único que está en el secreto. Las in-