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tre nuestros jefes tenemos, ciertamente, algunos insensatos que pretenden que se debe tratar a los bandoleros como a los turcos; pero encontraria también defensores convencidos, si el asunto hubiese de debatirse en familia. Lo malo es que los diplomáticos podrian mezclarse en ello, y que la presencia de un ejército extranjero perjudicaría sin duda al éxito de mi causa. ¡Si por su culpa me sucediese alguna desgracia, vea usted, caballero, a lo que se expondría! No se dan cuatro pasos en el reino sin encontrar un gendarme. El camino de Atenas al Pireo está bajo la vigilancia de estas malas cabezas, y un accidente ocurre con facilidad.

—Está bien, caballero; pensaré en ello.

—¿Me promete usted el secreto?

—Usted no tiene que pedirme nada, ni yo nada que prometerle. Usted me advierte del peligro de las indiscreciones. Yo tomo nota. y me lo tengo por dicho.

—Cuando esté usted en Alemania, puede usted contar todo lo que guste. Hable, escriba, imprima:

nada me importa. Las obras que se publican contra nosotros no hacen daño a nadie, como no sea a sus autores. Queda usted en libertad de tentar la aventura. Si pinta usted fielmente lo que ha visto, las buenas gentes de Europa le acusarán de denigrar un pueblo ilustre y oprimido. Nuestros amigos, y tenemos muchos entre los hombres de sesenta años, le tacharán de ligereza, de capricho y aun de ingratitud. Se le echará en cara que ha quebrantado las leyes de la hospitalidad, después de haberla disfru-