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sueldo, la estimación de mis jefes y la amistad de los bandidos. La indiscreción de un viajero puede hacerme perder los dos tercios de mi fortuna.

—¡Y cuenta usted que guardaré el secreto de sus infamias!

—Cuando yo cuento con algo, caballero, mi confianza se ve rara vez defraudada. No sé si saldrá usted vivo de esta montaña y si su rescate será alguna vez pagado. Si mi padrino ha de cortarle la cabeza, estoy tranquilo, no hablará usted. Si, al contrario, vuelve usted a pasar por Atenas, le aconsejo, como amigo, que se calle acerca de todo lo que ha visto.

Imite usted la discreción de la señora duquesa de Plaisance, que fué detenida por Bibichi, y que murió sin haber contado a nadie los detalles de su aventura. ¿Conoce usted un proverbio que dice: «La lengua corta la cabeza»? Meditelo usted seriamente y no se ponga usted en el caso de comprobar su exactitud.

—Esa amenaza...

—No le amenazo, caballero. Soy hombre demasiado bien educado para llegar hasta las amenazas; sólo le advierto. Si usted charlase, no sería yo quien me vengaria. Pero todos los hombres de mi compañía sienten veneración por su capitán. Toman mis intereses con más calor que yo mismo, y serian implacables con el imprudente que me hubiese causado algún disgusto.

—¿Qué teme usted si tiene tantos complices?

—No temo nada de los griegos, y en tiempo ordinario insistiría menos en mis recomendaciones. En-