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mente a dos personas distinguidas. ¡Ay! Señorita, nosotros los militares somos esclavos de la consigna, instrumentos de la ley, hombres del deber. Dignese usted aceptar mi brazo; tendré el honor de conducirla hasta su tienda. Alli procederemos al inventario, si usted me lo permite.

Yo no había perdido una palabra de todo este diálogo, y me habia contenido hasta el fin; pero cuando vi a aquel bribonzuelo de gendarme ofrecer el brazo a Mary—Hann para desvalijarla cortésmente, senti hervir mi sangre y ne dirigí derecho a él para decirle lo que merecia. Debió leer en mis ojos el exordio de mi discurso, porque me lanzó una mirada amenazadora, abandonó a las señoras junto a la escalera de su cuarto, colocó un centinela a la puerta y volvió a mi diciendo:

—¡Entre nosotros dos!

Me arrastró, sin añadir una palabra, hasta el fondo del gabinete del Rey. Allí se plantó ante mí, me miró entre los ojos y me dijo:

—Caballero, ¿entiende usted el inglés?

Yo confesé mi ciencia. El continuó:

—¿Sabe usted también el griego?

—Si, señor.

—Entonces es usted demasiado sabio. ¿Qué le parece a usted? ¡Mi padrino, que se divierte en contar nuestros negocios delante de usted! Pase todavía para los suyos; no tiene necesidad de ocultarse.

Pero yo, ¡qué diablo!, póngase usted en mi lugar.

Mi posición es delicada y necesito tener cuidado con muchas cosas. Yo no soy rico, no tengo más que mi