Página:El rey de las montañas (1919).pdf/146

Esta página no ha sido corregida
142
 

Un clefta ojinegro baja a la llanura, su fusil dorado..., etc.

— Usted debe conocer eso: los muchachitos de Atenas no cantan otra cosa cuando van al catecismo.

La señora Simons, que dormía al lado de su hija y que, como siempre, soñaba con los gendarmes, se despertó sobresaltada y corrió a la ventana; es decir, a la cascada. Pero sufrió un cruel desengaño, viendo enemigos donde espcraba ver salvadores.

Reconoció al Rey, al corfiota y a muchos otros. Lo que le asombró fué la importancia y el número de esta expedición mañanera. Contó hasta sesenta mbres que seguian a Hadgi Stavros. «¡Sesenta!—pen só; ¡no quedarán más que veinte para guardarnos!» La idea de una evasión, rechazada la vispera por ella, se presentó de nuevo con alguna autoridad en su fantasía. En medio de estas reflexiones vio desfilar una retaguardia que ella no esperaba. ¡Diez y seis, diez y siete, diez y ocho, diez y nueve, veinte hombres! ¡No quedaba, pues, nadie en el campamento! ¡Estábamos libres!

—¡Mary—Ann! — gritó.

El desfile continuaba. La partida se componía de ochenta bandidos, ¡y alli iban noventa! Una docena de perros cerraban la marcha, pero no se tomó el trabajo de contarlos.

Mary—Ann se levantó al grito de su madre y se precipitó fuera de su tienda.

— ¡Libres! — gritaba la señora Simons—. Se han