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Cinco minutos más tarde trajeron tres pellejos enormes sacados de algún almacén secreto. Un centinela retrasado vino a decir al Rey:

—¡Buena noticia! ¡Los gendarmes de Pericles!

Algunos bandidos se apresuraron a salir al encuentro de la tropa. El corfiota, hombre de fácil palabra, corrió a arengar al capitán. Pronto se escuchó el tambor, asomó la bandera azul, y sesenta hombres. bien armados, desfilaron en dos filas hasta el gabinete de Hadgi—Stavros. Reconoci al señor Pericles por haberlo admirado en el paseo de Patissia.

Era un joven oficial de treinta y cinco años, moreno, presumido, querido de las mujeres, gran bailador en la corte, y que llevaba con garbo las charreteras de latón. Metió el sable en la vaina, corrió al Rey de las montañas, y lo besó en la boca, diciéndole:

—¡ Buenos días, padrino!

—Buenos días, pequeño—respondió el Rey, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano —. ¿Sigues en buena salud?

—Si, gracias; ¿y tú?

—Como ves. ¿Y la familia?

—Mi tío, el obispo, está con fiebres.

—Tráemelo acá: yo lo curaré. El prefecto de policia ¿va mejor?

—Algo; te manda muchas cosas; también el ministro.

—¿Qué hay de nuevo?

—Baile en palacio para el 15. Está decidido: lo dice El Siglo.