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guardaba su puñal antes de acostarse; pero hubiera creído cometer una traición salvándome sin Mary-Ann.

El sábado por la mañana, entre las cinco y las seis, un ruido inusitado me atrajo hacia el gabinete del Rey. No necesité perder tiempo en vestirme: me echaba en la cama completamente vestido.

Hadgi Stavros, de pic en medio de su tropa, presidía un consejo tumultuoso. Todos los bandidos estaban en pic de guerra, armados hasta los dientes.

Diez o doce cajas, que nunca había yo advertido, descansaban sobre parihuelas. Adiviné que contenian los bagajes y que nuestros dueños se preparaban a levantar el campamento. El corfiota, Basilio y Sofocles deliberaban a grito pelado y hablaban todos a la vez. A lo lejos se oia ladrar a los centinelas avanzados. Un correo andrajoso corrió hacia el Reygritando:

—¡Los gendarmes!

V

Los gendarmes

El Rey no parecia muy impresionado. Sin embargo, sus cejas estaban más juntas que de ordinario, y las arrugas de su frente formaban un ángulo agu-