Página:El rey de las montañas (1919).pdf/136

Esta página no ha sido corregida
132
 

Esta vez ella me entregó su mano, y yo la aproximé a mis labios. Pero esta mano caprichosa se retiro bruscamente.

—Estamos guardados noche y dia; ¿ha pensado usted en ello?

No había pensado un instante; pero había ido ya demasiado lejos para retroceder ante ningún obstáculo, y respondi con una resolución que me asombro a mí mismo:

—¿El corfiota? Me encargo de él. Lo ataré al pie de un árbol.

—Gritará.

—Le mataré.

—¿Y las armas?

—Las robaré.

Robar, matar; todo esto me parecia natural, desde que había estado a punto de besarle la mano.

¡Juzgue usted, señor, de lo que seria capaz si alguna vez llegara a enamorarme!

La señora Simons me escuchaba con cierta benevolencia, y creí notar que me aprobaba con la mirada y con el gesto.

—Querido señor—me dijo—, su segunda idea vale más que la primera, infinitamente más. Jamás hubiera yo consentido en pagar un rescate, aun estando segura de recobrarlo en seguida. Haga usted, pues, el favor de repetirme todo lo que piensa hacer para salvarnos.

—Respondo de todo, señora. Hoy mismo me procuro un puñal. Los bandoleros se acostarán temprano esta noche, y tendrán el sueño pesado. Yo me le-