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taños caían a lo largo de las mejillas y por detrás de las espaldas. Pero no pendían sosamente como los de todas las mujeres que salen del baño, sino que se curvaban en ondas apretadas, como la superficie de un pequeño lago rizado por el viento. La luz, deslizándose a través de este bosque vivo, lo coloreaba con un brillo suave y aterciopelado, y en este marco, su rostro aparecía con todos los rasgos de una rosa de cien hojas. Ya le he dicho a usted, caballero, que nunca habia amado a nadie, y, ciertamente, no hubiese comenzado por una muchacha que me tomaba por un ladrón. Pero puedo confesar, sin contradecirme, que hubiese querido, a costa de mi vida, salvar estos hermosos cabellos de las garras de Hadgi—Stavros. Concebí, sobre el terreno, un plan de evasión atrevida, pero no imposible. Nuestro departamento tenia dos salidas: daba al gabinete del Rey y a un precipicio. Huir por el gabinete de Hadgi—Stavros era absurdo: hubiese sido preciso atravesar el campamento de los ladrones y la segunda linea de defensa guardada por los perros. Quedaba el precipicio. Inclinándome sobre el abismo, adverti que la roca, casi perpendicular, ofrecía bastantes an fractuosidades, mechones de hierba, pequeños arbustos y accidentes de todo género para que se pudiese bajar sin destrozarse. Lo que hacía peligrosa la huida por este lado era la cas cada. El arroyo que salía de nuestra habitación formaba en el costado de la montaña una capa extraordinariamente resbaladiza Por otra parte, era difícil conservar la sangre fría y bajar en equilibrio con semejante ducha sobre la cabeza.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 9