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Nuestros bebedores de la noche, unos de pie, otros arrodillados en el polvo, religiosamente descubiertos, se habían transformado en unos santitos; el uno besaba devotamente una imagen pintada en madera; el otro se persignaba de continuo como quien hace un trabajo; los más fervorosos daban golpes en tierra con la frente y barrian el suelo con sus cabellos. El joven chiboudgi del Rey se paseaba entre las filas con una bandeja diciendo:

—¡Den una limosna! Quién da a la iglesia, presta a Dios.

Y los céntimos llovian a su paso, y el tintineo del cobre al caer servía de acompañamiento a la voz del sacerdote y a las oraciones de los asistentes. Cuando entré en la asamblea de los fieles, cada uno de ellos me saludó con una cordialidad discreta que recordaba los primeros tiempos de la iglesia. HadgiStavros, de pie cerca del altar, me hizo sitio a su lado. Tenia un libro grande en la mano, y considere usted mi sorpresa cuando vi que salmodiaba las oraciones en alta voz. ¡El bandido ayudaba a los oficios! En su juventud había recibido la segunda de las órdenes menores, y era lector o anagnosta ¡Con un grado más hubiese sido exorcista, revestido con el poder de expulsar los demonios! De seguro, señor, yo no soy de esos viajeros que se asombran de todo, y practico con bastante energia el nihil admirari; pero me quedé completamente estupefacto y atónito ante esta extraña ceremonia. Al ver las genuflexiones, al escuchar las plegarias, se hubiera podido suponer que los actores de la ceremonia pe-