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es el único hombre honrado que hemos encontrado en Grecia, y sus consejos son los mejores del mundo; pero, buenas noches, caballero; buenas noches!

— ¡Por favor, señora!... No voy a justificarme; piense usted de mí lo que quiera. Déjeme usted tan sólo decirle cómo recobraria usted su dinero.

—¿Y cómo quiere usted que lo recobre si toda la gendarmeria del reino no puede recobrarnos a nosotros mismos? ¿No es ya el Rey de las montañas Hadgi—Stavros? ¿No conoce ya los caminos extraviados? ¿No son ya encubridores y cómplices suyos los barrancos, los matorrales, las rocas? Buenas noches, caballero; daré testimonio de su celo; diré a los bandidos que ha hecho usted su encargo; pero, de una vez para siempre, ¡buenas noches!

La buena señora me empujó por detrás gritando buenas noches en tono tan destemplado, que yo temblaba temiendo que despertase a nuestros guardianes, y me escabulli tristemente hasta mi tienda.

¡Qué jornada, amigo mio! Me dediqué a recapitular todos los incidentes que habian llovido sobre mi cabeza, desde el momento en que parti de Atenas en persecución de la boryana variabilis. El encuentro con las inglesas, los bellos ojos de Mary—Ann, los fusiles de los bandidos, los perros, las pulgas, HadgiStavros, quince mil francos para mi rescate, la orgia de la Ascensión, las balas silbando a mis oidos, la cara enrojecida de Basilio y, para remate de fiesta, ¡las i usticias de la señora Simons! ¡Sólo me faltaba, después de tantas pruebas, que me tomasen a mi mismo por un ladrón! El sueño, que consuela de