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recido yo como el humo. Acaso tiene usted más vida por delante de lo que piensa. Escriba a todos sus amigos de Hamburgo. Usted ha sido bien educado; un doctor debe tener amigos por más de quince mil francos. Por mi parte, es lo que deseo. No le odio; jamás me ha hecho usted nada; su muerte no me proporcionaria ningún contento, y me complazco en creer que encontrará usted el medio de pagarme ese dinero.

Mientras tanto, váyase usted a descansar con estas señoras. Mis gentes han bebido unos tragos demás y miran a las inglesas con ojos que no prometen nada bueno. Estos pobres diablos están condenados a una vida austera, y no tienen setenta años como yo. En tiempo ordinario se les doma por la fatiga; pero dentro de una hora, si la señorita continuase ahí, no respondería de nada.

En efecto, un circulo amenazador se formaba alrededor de Mary—Ann, que examinaba estas figuras extrañas con inocente curiosidad. Los bandidos, sentados en cuclillas delante de ella, se hablaban alto al oido y la elogiaban en términos que, por fortuna, ella no comprendía. El corfiota, que habia recobrado el tiempo perdido, le tendió una copa de vino, que ella rechazó orgullosamente, y que roció a la concurrencia. Cinco o seis bebedores, más inflamados que los demás, se empujaban, se golpeaban y cambiaban grandes puñetazos, como para calentarse animarse a otras hazañas. Hice una señal a la señora Simons, y ella se levantó con su hija. Pero en el momento en que yo ofrecia el brazo a MaryAnn, Basilio, rojo por el vino, avanzó vacilante e