tamos es que se marchen. ¿Creen ustedes que podemos escaparnos? ¿Por dónde? ¿Por la cascada? ¿O por el gabinete del Rey? Déjennos, pues, en paz.
Corfiota, échalos, y yo te ayudaré, si quieres.
Dicho y hecho. Empujé a los rezagados, desperté a los dormidos, sacudi al monje, obligué al corfiota a que me ayudase, y pronto el rebaño de los bandidos, rebaño armado de puñales y pistolas, abandonó el terreno con docilidad de ovejas, aunque procurando desobedecer, marchando a pasitos cortos, resistiendo con la espalda y volviendo la cabeza a la manera de escolares que, al sonar el fin del recreo, van empujados hacia la sala de estudios.
Por fin estábamos solos con el corfiota. Dije a mistress Simons:
Señora, ya estamos tranquilos. ¿Le parece a usted que separemos en dos nuestro departamento? A mi no me hace falta más que un rinconcito para levantar mi tienda. Detrás de estos árboles no me encontraría mal, y el resto quedaria para usted. Tendrá usted a mano la fuente, sin que le moleste su vecindad, puesto que el agua va a caer en cascada por la falda de la montaña.
Mis ofrecimientos fueron aceptados de bastante mala gana. Estas señoras hubieran querido guardárselo todo para ellas y mandarme a dormir en medio de los bandidos. Verdad es que el cant británico hubiese ganado algo con esta separación, pero yo hubiese perdido de vista a Mary—Ann. Y, además, estaba muy decidido a acostarme lejos de las pulgas. El corfiota apoyó mi proposición, que hacía más