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tada; su ciencia, nula; su conducia, inocente como la de una máquina bien arreglada. No creo que supiese distinguir claramente el bien del mal, y que viese una gran diferencia entre un ladrón y una persona decente. Su sabiduria se cifraba en hacer cuatro comidas diarias y en mantenerse prudentemente entre dos vinos, como el pez entre dos aguas. Era, por lo demás, uno de los mejores monjes de su orden.

Yo hice honor al obsequio que nos habia llevado.

Esta miel semisalvaje se parece a la que ustedes comen en Francia como la carne de un corzo a la de un cabrito. Se hubiese dieho que las abejas habían destilado en un alambique invisible todos los perfumes de la montaña. Mientras comia mi rebanada, se me fué de la memoria que tenia un mes para encontrar quince mil francos o morir.

El monje, a su vez, nos pidió permiso para reparar las fuerzas un poco; sin esperar respuesta, cogió la copa, la colmó y bebió sucesivamente a la salud de cada uno de nosotros. Cinco o seis bandidos, atraidos por la curiosidad, se deslizaron en la sala.

El los interpeló por su nombre y bebió a la salud de cada uno de ellos, por espiritu de justicia. No tardė en maldecir su visita. Una hora después de su llegada, la mitad de la partida estaba sentada en círculo alrededor de nuestra mesa. Ausente el Rey, que dormia la siesta en su gabinete, los bandidos venían, uno a uno, a cultivar nuestra amistad. Uno nos ofrecía sus servicios, otro nos llevaba algo, otro se introducía sin pretexto alguno y sin turbarse, como hombre que se siente en su casa. Los más fa-