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deros, y el olor persiste todavía. Mandaré coger dos tiendas a los pastores de allá abajo, y acamparán ustedes aqui... hasta la llegada de los gendarmes.

—Quiero una doncella.

— Nada más fácil. Nuestros hombres bajarán a la llanura y detendrán a la primera campesina que pase... si es que la gendarmeria lo permite.

—Me hacen falta vestidos, ropa blanca, toallas, jabón, un espejo, peines, perfumes, un bastidor de bordar, un...

—Son muchas cosas, señora, y para proporcionarle a usted todo eso nos veríamos obligados a tomar Atenas. Pero se hará lo que se pueda. Cuente usted conmigo y no cuente usted demasiado con los gendarmes.

—¡Que Dios se compadezca de nosotros! — dijo Mary Ann.

Un eco vigoroso respondió: ¡Kyrie Eleyson! Era el buen viejo, que venia a hacernos una visita, y que cantaba según iba andando para animarse. Nos saludó cordialmente, depositó sobre la hierba una vasija llena de miel, y se sentó a nuestro lado.

—Tomen y coman; mis abejas les ofrecen el postre.

Yo le estreché la mano; la señora Simons y su hija se apartaron con repugnancia, pues se obstinaban en ver en él un cómplice de los bandidos. El pobre hombrecillo no tenía tantá malicia. No sabía más que cantar sus oraciones, cuidar sus animalitos, vender su cosecha, cobrar las rentas del convento y vivir en paz con todo el mundo. Su inteligencia era limi-