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EL PROBLEMA FEMINISTA

nil decirles que se deshonran con ello. No les vale la habitual absurda pretensión de ser casadas. El estado de matrimonio exige un pudor todavía más intransigente que el de la virginidad; pues si la soltera no compromete más que a su persona, la esposa mancha cuando falta, a su marido y sus hijos. Ahora bien: el pudor es virtud de tal naturaleza, que nunca queda enteramente ileso al contacto voluntario de la infamia. No discuto, por ejemplo, la integridad corporal de las esposas, que frecuentan un teatro consagrado a la glorificación del adulterio; pero sé que sus almas, o sea lo más interesante en verdad, no pueden quedar tranquilas después de haber presenciado espectáculos semejantes y el hecho mismo de que los soporten por mal entendida vanagloria de cultura extranjera, es ya un indicio de detrimento moral. Cuánto más no ha de serlo la contemplación de escenas directamente encaminadas a la práctica del vicio.

Por este camino se va pronto muy lejos. Siempre recordaré a propósito la patriótica indignación con que un amigo me decía haber encontrado en cierto hotel de Niza rodeando una mesa de juego, 4 ó 5 señoras interpoladas con otras tantas cortesa-