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EL PRINCIPE

temer. Este último gobierno no tiene semejante, si no lo es el pontificado cristiano, porque no puede llamarse principado hereditario, ni principado nuevo, puesto que, muerto el soldan, no recae el reino en sus hijos, sinó en aquel que es elejido por las personas autorizadas para hacer la eleccion; y al mismo tiempo es muy antigua esta institucion, para poderse mirar como nuevo semejante gobierno. Asi es que en Ejipto el príncipe electo esperimenta tan poco trabajo en hacerse reconocer de sus súbditos, como en Roma el nuevo papa de los suyos.

Volviendo ahora a mi asunto, digo que quien reflexione en lo que llevo espuesto, verá que el aborrecimiento o el menosprecio fueron causa de la ruina de los emperadores que he citado, y sabrá tambien la razon porque, habiendo unos obrado de un modo y otros del contrario, solo uno consiguió acabar bien, cuando todos los demas, por la una o por la otra vía, tuvieron un fin desdichado. Se potará al mismo tiempo como a Pertinax y a Alejandro les fue, no solamente inútil, sinó muy perjudicial el haber imitado a Marco, respecto a que los dos primeros eran príncipes nuevos, y este último adquirió el imperio por derecho de sucesion. El designio que de imitar a Severo formaron Caracala, Cómodo y Maximino, les fue funesto tambien, porque no tenían la fuerza de ánimo correspondiente para seguir en todo sus pisadas.

Infiérese, pues, que un príncipe nuevo en un principado nuevo se arriesga imitando la conducta de Marco, y no es indispensable que siga la de Severo, sinó que debe tomar de este las reglas que necesite para fundar bien su estado, y de Marco lo que hubiere de conveniente y glorioso para mantenerse en la posesion de otro ya fundado y establecido.


Exámen.

La manía de inventar sistemas no ha sido un privilejio esclusivo de los filósofos: los hombres políticos la han padecido igualmente, y mas que todos ellos Maquiavelo. Demostrar que el príncipe debe ser impostor y malvado, he aquí la base de su sistema, las palabras sacramentales de su relijion. Igual en perversidad a los monstruos de que Hércules purgó la tierra, no tiene por fortuna agudos dientes, ni aceradas uñas, ni escamas impenetrables que emboten el filo de nuestras armas: por eso es tan fácil combatirle sin tener la fuerza de Hércules, ni necesitar el auxilio de su terrible maza.

Y en efecto, ¿qué necesito yo agotar mis fuerzas con sutiles argumentos para probar que la justicia y la bondad son virtudes necesarias a todo príncipe? El hombre político que quiera sostener lo contrario no puede menos de ser vencido en la lucha; porque, si sostiene que un príncipe, seguro ya de su trono, debe ser cruel, falso y tirano, su maldad misma causará su perdicion; y si quiere revestir de tan odiosos vicios a un usurpador, con el fin de asegurar su usurpacion, tampoco lo conseguirá, porque los soberanos y las repúblicas todas se negarán a prestarle apoyo, y le declararán la guerra; siendo evidente que un particular no puede elevarse a la soberanía sinó desposeyendo a un príncipe lejítimo, o usurpando la autoridad de una república, con lo cual no se atraerá seguramente las simpatías de los príncipes de Europa.

Debo, no obstante, hacerme cargo de algunas reflexiones de Maquiavelo que no me parecen bien fundadas. El autor dice que un príncipe se hace odioso cuando se apodera injustamente de los bienes de sus súbditos, o mancha la castidad de sus esposas o hijas. Es cierto que un principe codicioso, injusto, violento o cruel será aborrecido; pero no siempre se juzga con igual severidad el amor a las mujeres. Julio Cesar, a quien llamaban en Roma el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos. Luis XIV, cuyos amores fueron tan