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EL PRINCIPE

Agatocles, estando antes de intelijencia y concierto con Amilcar, que mandaba a la sazon el ejército de los cartajineses en Sicilia, juntó una mañana al pueblo y senado de Siracusa, con el pretesto de conferenciar sobre los negocios públicos; y a una cierta señal, hizo a sus soldados degollar a todos los senadores y a los mas ricos del pueblo: muertos los cuales se apoderó sin trabajo de la soberanía, y la disfrutó sin la menor oposicion de parte de los ciudadanos. Derrotado luego dos vezes por los cartajineses, y sitiado finalmente por los mismos en Siracusa, no tan solo se defendió allí, sinó que, dejando en la ciudad una parte de sus tropas, pasó al África con las otras; y de tal modo apretó a los cartajineses, que se vieron muy pronto obligados a levantar el sitio, y en tanto apuro que hubieron de contentarse con el África, abandonandole definitivamente la Sicilia.

Si se examina la conducta de Agatocles, muy poco o nada se encontrará que pueda atribuirse á la fortuna; porque ni llegó a la soberanía por favor de nadie, sinó pasando sucesivamente, como ya he dicho, por todos los grados militares, a costa de mil contratiempos, ni se sostuvo en ella sinó en fuerza de una multitud de acciones tan peligrosas como esforzadas. Tampoco podria decirse que fuera virtuoso un hombre que degolló a sus conciudadanos, que se deshizo de sus amigos, que no guardó fe, ni tuvo piedad ni relijion; medios todos que acaso podrán conducir a la soberanía, pero de ningun modo a la gloria.

Mas, si por otra parte consideramos la intrepidez de Agatocles en arrostrar los peligros, y su habilidad para salvarse de ellos, la firmeza y robustez de su ánimo para sufrir o superar la adversidad, no se encuentra razon para que se le escluya del número de los capitanes mas célebres; sin embargo de que su inhumanidad, su crueldad feroz y los delitos innumerables que cometió tampoco permitan que se le cuente entre los hombres grandes. Lo cierto es que no pudiera atribuirse a su virtud ni a su fortuna todo lo que llegó a conseguir sin ellas.

Oliveroto de Fermo, en nuestro tiempo, y viviendo todavía el papa Alejandro VI, se quedó en la niñez huérfano de padre y madre: criole su tio materno Juan Fogliani, quien le encomendó a Pablo Vitelli para que le enseñara el arte de la guerra y le hiciera llegar a un grado distinguido. Despues de muerto Pablo, sirvió bajo el mando de su hermano Vitellozo, y por su habilidad y valor fue en muy poco tiempo el primer capitan de aquel ejército. Sonrojándose luego de servir y de hallarse confundido con el vulgo de los oficiales, pensó en apoderarse de Fermo, su patria, con el auxilio de Vitellozo y de otros ciudadanos que malamente preferian la esclavitud a la libertad de aquel pais. Escribió, pues, a Juan Fogliani diciéndole que, por haber estado largo tiempo ausente de su casa, queria pasar a visitarle y a ver al mismo tiempo su pais, que en cierto modo podia reconocer como patrimonio suyo; que, habiendo trabajado tanto por granjearse alguna reputacion, deseaba tambien que sus conciudadanos se convenciesen por sí mismos de que no habia malgastado el tiempo, y por consiguiente queria presentarse a ellos con cierta brillantez, acompañado de cien jinetes, amigos suyos, y de algunos servidores; que para hacer mas suntuoso su recibimiento, le suplicaba que indujese a los principales habitantes de Fermo a que le saliesen al encuentro, cuyo acto no solo le serviría a él de placer, sinó que cedería igualmente en honra de su tio que habia cuidado tanto de darle educacion.

Desempeñó exactamente Juan Fogliani los encargos de su sobrino, disponiendo que los habitantes de Fermo le recibieran con la mayor distincion, y hospedándole en su casa. Empleó allí un dia Oliveroto en preparar lo que necesitaba para el exito favorable de sus culpables designios, y con este fin dis-