su propia felizidad. ¿Cuantos príncipes hay que han conquistado, con la espada de sus capitanes, provincias y reinos, que no se acuerdan de visitar? Semejantes conquistas, teniendo tan poco valor para los soberanos que las emprendieron, pudieran llamarse imajinarias; y es infame el causar la desgracia de tantos hombres por contentar el capricho de uno solo, que tal vez debiera vivir ignorado.
Por otra parte, supongamos que un conquistador sometiese el mundo entero a su dominio: ¿podría acaso gobernarlo, por muy adicto que el mundo le fuese? Aun siendo el mas grande de cuantos principes han existido, sus facultades, como las de todo hombre, serían limitadas, apenas podría conservar en su memoria los nombres de sus estados; de modo que su misma grandeza serviría tan solo para hacer mas evidente su verdadera pequeñez.
La gloria de un príncipe no depende de la mayor o menor estension del pais que gobierna, ni adquirirá mayor renombre por haber conquistado algunas leguas mas de territorio porque, si así fuese, podríamos del mismo modo suponer que el hombre mas digno de estimacion es el que mide mayor número de aranzadas en su propiedad.
Pero si los errores que propagó Maquiavelo acerca de la gloria de los conquistadores pudieron ser jenerales en su época, seguramente no era jeneral la perversidad de aquel escritor. Nada mas repugnante que los medios que propone para conservar los paises conquistados; examinándolos con detencion, no hay uno solo de sus arbitrios que sea razonable o justo. «Es necesario, dice, que el soberano aniquile la raza entera de los príncipes que reinaron en el país antes de su conquista.» ¿Quien puede leer semejantes máximas sin estremecerse de horror e indignacion? Eso es hollar cuanto hay de mas sagrado en el mundo; es abrir camino al egoísmo y al interés para que puedan perpetrar toda clase de crímenes; es decir que, si un hombre ambicioso se apodera por la violencia de los estados de un príncipe, tiene derecho para asesinarlo o envenenarlo.
Pero el conquistador que obrase de este modo sentaría un precedente que tarde o temprano le acarrearía su propia ruina. Otro príncipe mas ambicioso o mas hábil podría castigarle con la pena del Talion, invadiendo sus estados, y condenándole a morir con la misma crueldad con que fué condenado su predecesor. El siglo mismo de Maquiavelo nos ofrece numerosos ejemplos que demuestran la verdad de esta asercion. ¿No hemos visto al papa Alejandro VI próximo a ser depuesto de su dignidad, en justo castigo de sus crímenes? ¿No vimos a su odioso bastardo César Borjia despojado del fruto de sus rapiñas, y morir al fin en la mayor miseria? ¿Y a Galeaso Sforza asesinado en una iglesia de Milan; y a Luis Sforza, el usurpador, que murió en Francia encerrado en una jaula de hierro; y a los príncipes de York y de Lancaster, esterminándose unos a otros; y a los emperadores griegos asesinándose sucesivamente, hasta que los turcos se aprovecharon del horror que inspiraban sus crímenes para destruír su vacilante poderío? Si hoy son menos frecuentes estas revoluciones en los pueblos cristianos, es porque empiezan ya a propagarse los principios de la sana moral; porque los hombres, al cultivar su intelijencia, han suavizado sus costumbres, y tal vez debamos estos beneficios a los hombres de letras que han civilizado a la Europa.
La segunda máxima de Maquiavelo es que el conquistador debe fijar su residencia en sus nuevos estados. En esto al menos no hay crueldad; antes parece cordura, bajo cierto punto de vista. Pero es preciso considerar que los grandes estados se hallan, en su mayor parte, colocados de tal suerte, que no pueden los príncipes separarse de su centro sin que el reino todo se resienta. El soberano es el primer principio y foco de actividad en el cuerpo de la nacion, y no