Página:El príncipe de Maquiavelo (1854).pdf/102

Esta página ha sido corregida
102
EL PRINCIPE
CAPITULO XXIII

Como se debe huir de los aduladores.

No puedo menos de hablar de la adulacion que reina en todas las cortes; vicio sobre el cual los príncipes deben estar siempre alerta, y de que no se verán libres, sinó es valiéndose de la prudencia y de mucha habilidad. Tienen los nombres tanto amor propio y tan buena opinion de sí mismos, que es muy difícil preservarse de tal contajio; además de que, queriéndolo evitar, pudieran tambien disminuir su justo aprecio. El mejor arbitrio que pueden tomar los príncipes para librarse de los aduladores, es manifestar que no les ofende la verdad; pero, si cualquiera tuviera la libertad de decirles lo que quisiera, ¿en qué vendría a quedar entonces el respeto debido a la majestad del soberano? [1] El príncipe prudente guarda un justo medio, escojiendo hombres sabios por consejeros, y permitiéndoles a ellos solos que le digan francamente la verdad sobre las cosas que les pregunte, y nada mas. Y debe ciertamente preguntarles y oir su parecer en cuanto le incumbe; mas luego determinarse a aquello que le dicte su propia opinion, conduciéndose de manera que todas las jentes estén convencidas de que con cuanta mayor libertad se le habla; tanto mas se le agrada [2]. Tocante a los otros, no debe oírlos el príncipe, sinó seguir derechamente el camino que se ha propuesto sin apartase de él.

Un príncipe que se porta de diferente modo, o se pierde por escuchar a los lisonjeros, o tiene una conducta incierta y variable, que le quita todo su crédito. Voy a citar en apoyo de esta doctrina un pasaje de la historia de nuestro tiempo. Dice el clérigo Luc del emperador Maximiliano, su señor, hoy dia reinante, «que de nadie se aconseja, y sin embargo, jamás obra siguiendo su propio dictámen [3].» Esto es seguir un camino diametralmente opuesto al que acabo de señalar. Como S. M. I. es un señor muy misterioso, que no da parte a nadie de sus proyectos hasta el momento mismo de llevarlos a ejecucion, apretado entonces por el tiempo, por los reparos que le ponen sus ministros y por las dificultades imprevistas que encuentra, tiene que ceder a la opinion de los demas y trastornar todo lo que había concebido. Y ahora pregunto yo: ¿qué cuenta hay que tener con un príncipe que deshace hoy lo que hizo ayer?

Siempre está bien al jefe de un estado tener consejeros y consultarlos; pero haciéndolo cuando a él le acomode, y no cuando quieran sus súbditos. Ha de procurar, por el contrario, que nadie se meta a darle consejos, sin que él los pida, aunque convenga que sea a vezes gran pregunton, que oiga atentamente lo que le digan, y manifieste descontento, si advierte que los que están a su lado titubean en decirle todo lo necesario.

Es un error grosero creer que será menos estimado un príncipe aconsejándose de otros, y que entonces se le tendrá por incapaz de conocer las cosas por sí mismo; porque el que está falto de luzes jamás acierta a aconsejarse bien, a menos que tenga la rara felizidad de encontrar un ministro hábil y honrado, en quien pueda descargarse de todo el peso y cuidados del gobierno; y aun en-

  1. Tiberio aborrecía la lisonja, y por eso muchas vezes no acertaban los romanos a hablar delante de él. (Tácito.)
  2. Teniendo un cortesano que pedir un empleo a Juan II, rey de Portugal, principió a adularle, y este monarca le respondió: «Amigo, está reservado para un hombre que nunca me haya adulado.»
  3. Este emperador tenía buenas ocurrencias. Quiso ser cólega del papa, e igual suyo aun en materjas de relijion, y por eso se hacia llamar Pontifex maximus. Decía tambien que si hubiese nacido Dios y tuviera dos hijos, el primogénito sería Dios y el segundo rey de Francia.