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EL PRINCIPE

jor a conocer la sabiduría de los que gobiernan, porque no es de príncipes ordinarios emplear bien su confianza. En esto se echa de ver al momento su talento, pues el que tuviere para otros negocios no se descubre sinó al paso que se ofrece la ocasion, y esta no se presenta con frecuencia. La reputacion de un príncipe pende muchas vezes del mérito de las personas que le rodean [1]. Todos los que conocían al señor Antonio de Venafro, no podían menos de hacer justicia al tino y a la sabiduría de Pandolfo Petrucci, príncipe de Sena, por la eleccion que hizo de un hombre tan habil para administrar sus estados.

Hay tres especies de talentos: unos que saben descubrir cuanto les importa saber; otros que disciernen con facilidad el bien que se les propone; y en fin los hay que no entienden por sí, ni por medio de otro. Los primeros son sobresalientes, los segundos buenos, y los terceros absolutamente inútiles. Pandolfo pertenecía cuando menos a la segunda clase, porque el príncipe que sabe distinguir lo que es útil de lo que es perjudicial, puede, sin ser hombre de grande injenio, formar juicio de la conducta de sus ministros, y aprobarla o tacharla con discernimiento, de manera que, estando estos persuadidos de que no pueden engañarle, le servirán con celo y fidelidad.

Pero ¿qué medios hay de conocer los ministros? He aquí uno infalible, que consiste en observar si se ocupan mas en sus intereses propios que en los del estado. Un ministro debe dedicarse enteramente a los negocios públicos, y no entretener jamás al príncipe con sus asuntos particulares. A este le toca cuidar de los intereses del ministro que, por decirlo así, se olvida de sí mismo, y colmarle de honras y bienes [2]: de este modo le quitará el pensamiento de buscar mas riquezas y otras dignidades. Sobre todo, debe reducirle a términos de temer y alejar cualquier mudanza perjudicial o funesta al soberano, su amo; único arbitrio para establecer entre el príncipe y los ministros una confianza útil, y al mismo tiempo noble y honrosa.


Exámen.

Hay en el mundo dos clases de príncipes, unos que todo lo ven por sus propios ojos, y que gobiernan por sí mismos sus estados: otros que descansan en la buena fe de sus ministros, y que se dejan gobernar por sus favoritos.

Los primeros son el alma de sus pueblos: sobre ellos pesan los cuidados del gobierno, como el mundo sobre las espaldas de Atlas; ellos dirijen los negocios interiores y esteriores, y son a un tiempo supremos majistrados de la justicia, jenerales de ejército y directores del tesoro público. Sus ideas, concebidas en grande, son ejecutadas minuciosamente por hombres entendidos y laboriosos; porque sus ministros no son mas que instrumentos manejados por la mano de un hábil operario.

Los soberanos de segundo órden que no han recibido estos dones de la Providencia, podrán suplir su incapazidad si saben escojer buenos ministros.

El rey que goza de salud robusta, y que tiene la capazidad necesaria para desempeñar los arduos trabajos del gabinete, falta a su deber si se entrega en manos de un ministro; pero creo que el príncipe desprovisto de estas cualidades compromete sus intereses y los de su pueblo si no emplea toda su sana razon en escojer un hombre de mérito que soporte el peso de los negocios. No todos los hombres tienen talento; pero si pueden todos descubrir con la razon natural el

  1. Según dice Tácito, todos pensaron favorablemente del reinado de Neron al ver que nombraba a Corbulon jeneral de sus ejércitos, indicando esta eleccion que estaba abierta al mérito la puerta del valimiento, y que el príncipe se había dirijido por buenos consejeros.
  2. «No tengas cuidado de los intereses de tu familia, que yo lo hago por ti, decía Tiberio a Seyano, ahora no te digo mas; pero a su tiempo me mostraré agradecido a los servicios recibidos.» Felipe II, de España, decía a su primer ministro Rui-Gomez: «Haz tu mi negocio, que yo haré el tuyo.»