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llaco. Así, pues, el príncipe debe ser bueno o malo, según le aconsejen las circunstancias.

Dejando a un lado los príncipes fantásticos y ateniéndome a los de carne y hueso, diré que todos los hombres conocidos y por conocer, y los príncipes, como es natural, son dignos de elogio o de censura. Unos son liberales, otros son míseros (empleo esta palabra, porque la de avaro, en lengua toscana quiere decir hombre que atesora lo que roba y misero el que no gasta jamás de lo suyo). Ciertos príncipes son espléndidos, otros rapaces, crueles, compasivos. Cumplen unos sus palabras y otros se abstienen de cumplirlas. Y los hay, finalmente, afeminados, pusilánimes, animosos, feroces, humildes, orgullosos, castos, lujuriosos, sinceros, astutos, hoscos, afables, graves, ligeros, religiosos, descreídos, etc.

Ya sé yo que sería buena cosa encontrarse con que un príncipe, por regla general, atesora las más excelentes cualidades personales. Pero como no es posible, y aunque lo fuera, nos encontraríamos con que de hecho sería muy difícil practicarlas todas a la vez, el príncipe debe tener, al menos, la prudencia necesaria para saber evitar la infamia de aquellos vicios que le pueden privar de su rango, y hasta no dejarse dominar de aquellos otros vicios que no conducen a tales extremos. Y no debe tampoco tomar muy a pechos que le vituperen aquellos defectos por los cuales se mantiene príncipe, porque, si bien se mira, habrá cualidades malas que parecerán virtudes y que produzcan su