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que hubiera sido estéril de todo punto si no hubiera contado con el concurso popular.

El que afirme, en contradicción con mi tesis, que apoyarse en el pueblo es lo mismo que sostenerse en el légamo, le diré que este proverbio tiene confirmación cuando un ciudadano cualquiera acude al pueblo para burlar la opresión de sus en migos o de los adversarios, porque entonces sufrirá generalmente un desengaño: recuérdese lo sucedido a los Gracos en Roma y en Florencia a Jorge Scali.

Pero cuando es un príncipe el que se echa en los brazos del pueblo con autoridad, con prestigio y con valor; cuando el príncipe no se asusta ante ninguna dificultad, toma las medidas necesarias, y sabe fundir el entusiasmo y mantener el orden a las muchedumbres, entonces, lejos de ver defraudadas sus esperanzas en el pueblo, se convencerá del acierto que puso confiando en él.

Bien es verdad que tales principados pueden peligrar seriamente cuando se convierten de liberales en absolutos, sobre todo cuando el príncipe no ejerce la autoridad personalmente, sino por medio de intermediarios o de magistrados. En este caso, se me antoja su situación mucho más precaria y arriesgada porque está entregada completamente al arbitrio de los particulares que desempeñan los ministerios, particulares de los que no es difícil pronosticar que en las horas difíciles pueden rebelarse contra la autoridad del príncipe, negándose a cumplir las órdenes que emanan de éste. Acaece entonces que el príncipe no tiene tiempo ni encuen-