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y Siena. Entonces se dió cuenta Venecia de lo temeraria que había sido su resolución de adquirir dos plazas en Lombardía a cambio de hacer dueño de las dos terceras partes de Italia al rey francés.

Se comprende la facilidad con que el rey pudo conservar su dominación observando las normas a que nos hemos referido y tener seguros y bien defendidos a sus parciales, que por ser tantos y tan flacos, y que, temerosos unos del Papado y los otros de Venecia, tenían necesidad de apoyarse en él y le ayudaban a contrarrestar la presión de los Estados más fuertes.

Pero al llegar a Milán hizo lo contrario de lo que sus intereses le aconsejaban, pues ayudó al Papa Alejandro para que ocupase la Romaña, sin tener en cuenta que de esta laya debilitaba su influjo, privándose de los parciales y de los que le habían pedido protección, aumentando, al propio tiempo, la influencia de la Iglesia, añadiendo al poder espiritual, que la hacía tan poderosa, el poder temporal de un Estado tan importante.

Cometida esta equivocación de tanta monta, se vió obligado a dar nuevos traspiés, hasta que, para contrarrestar la hegemonía de Alejandro e impedirle que se apoderara de la Toscana, tuvo que volver a Italia.

Y no le bastó hacer fuerte a la Iglesia privándose de parciales, sino que, deseando el reino de Nápoles, lo compartió con el rey de España, de modo que, siendo árbitro absoluto de Italia, metió en Italia a un rival para que en él se apoyaran los