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ciones, que son una exigua parte de la población indígena, para darlas a los nuevos moradores. Poco daño podrán hacer los desposeídos, porque se encontrarán dispersos y perjudicados, y los demás, por temor a ser expoliados como los otros, ya harán bastante con callar y con pasar de largo para no llamar la atención. Estas colonias, que cuestan poco, son fieles y no hacen daño, por regla general, y los perjudicados, sumidos en la pobreza y en el abandono, no pueden alzarse fácilmente. Debe ser norma de conducta la máxima de ganar a los hombres, o de anularles para que no nos causen daño, porque se vengan de las pequeñas ofensas, pero no pueden hacer lo mismo con las grandes; por eso, el agravio que se les haga debe ser de aquellos que no puedan vengar.

Si en lugar de colonias se mantiene un ejército de ocupación, el gasto es mayor, porque se invertirán las rentas del Estado en el sostenimiento de la fuerza armada, de modo que la conquista se resuelve en pérdida para el conquistador, y los inconvenientes y molestias de los ejercicios militares y alojamientos de las tropas llegan a los habitantes todos del territorio así ocupado, que se truecan en enemigos fácilmente por el hecho de vivir vencidos en sus casas. Estas razones prueban la inutilidad de la ocupación armada y proclaman las excelencias de las colonias.

Procure el poseedor de un territorio ocupado ser el jefe y el protector de los vecinos más débiles, que así empezará ingeniándose para debilitar a los