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cían lenguas del hombre que había sabido escoger tan excelente e insuperable servidor. De tres clases es la comprensión humana, porque unos discurren por sí mismos, otros comprenden lo que es susceptible de demostración y otros no entienden ni por propio ni por ajeno discurso. Los primeros son sobresalientes, buenos los segundos e inútiles de todo punto los terceros. Si Pandolfo no pertenecía al primer grupo, de seguro que habría de agruparse en el segundo, porque como uno tenga bastante inteligencia para distinguir lo bueno y lo malo que otro diga o haga, aunque le falte genio, conozca cuándo obra bien y cuándo obra mal su ministro, le premie en un caso y le llame la atención en otro, es obvio que el ministro tiene que portarse bien, porque sabe de antemano que no puede engañar al príncipe.

Hay un modo infalible para que el príncipe conozca a su ministro. Si ve que piensa más en él que en ti, y que busca su provecho personal en lo que hace, no es buen ministro ni debes fiarte de él, porque no debe pensar jamás en su persona el que tiene en sus manos las riendas de un Estado, sino en el príncipe, y jamás debe recordar a éste lo que no sea propio de su jerarquía. Pero el príncipe, si quiere conservar al buen ministro, debe honrarlo, enriquecerlo, concederle honores y preeminencias, para que, lleno de dignidades y de riquezas, no ambicione más de éstas y advierte que los cargos den írsele con un vaivén de la fortuna. Cuando los príncipes y los ministros son así, pueden con-