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La cigarra y la hormiga

á la primera brizna de hierba que encuentran, desgarran su dorso repeliendo una envoltura seca como pergamino, y aparecen de un color verde tierno que rápidamente se obscurece. Luego trepan á los árboles, animando el silencio rumoroso de la Naturaleza con su música incansable. En las horas de sol, la luz las embriaga con una borrachera ruidosa y agitan locamente sus címbalos, como los devotos del cortejo de Dionisios. Cuando todo el pueblo de los insectos desfallece de sed, ellas son las únicas que viven en una abundancia regalada.

Adivino desde aquí lo que ocurre sobre nuestras cabezas, á pocos pasos de nosotros, entre esas ramas de las que salen zumbidos y aleteos. Moscas, abejas de todas clases, y sobre todo hormigas, muchas hormigas, van errando por las ramas en busca de una fuente. Las flores tienen la corola agostada por el calor, las hojas duermen contraídas bajo el sol, la vegetación, marchita, espera el beso fresco del anochecer para reanimarse, recobrando su vital expansión. Y mientras la muchedumbre alada ó rampante corre sedienta de un lado á otro, la cigarra se ríe de esta escasez. Con su rostro, que es sutil, duro y perforante como una barrena, taladra uno de los innumerables toneles de sus bodegas inagotables. Sin interrumpir su canto, ha abierto un agujero profundo en la corteza de una rama hinchada por el calor, llegando hasta la corriente de savia que circula madura por el sol, como un vino de generoso fermento. Conservando el tubo de succión hundido en este pozo, bebe y bebe con sensual inmovilidad, entregada por entero á los encantos del jarabe y de la estrofa. Es un Anacreonte del follaje, un poeta que declama á gritos con la copa entre los labios y los ojos en el cielo.

Pero los sedientos la acechan; los parásitos acuden