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—¡Todo está perdido!— exclamó dirigiéndose á En rique.—Es imposible obtener del gran duque Pablo ese salvo conducto que nos es tan necesario. La empera triz y su liijo cambian en este momento frias y sinies tras miradas; la misma duquesa, tan buena, tan arable, se halla muy consternada... Amenaza estallar una tem pestad en palacio entre Catalina y Pablo I. —¿Y qué hemos de hacer en este caso, mi querida Arrika? ¿Qué va á ser de nosotros, si nos falta nuestro único apoyo? ¡Olí, tú no sabes aun lo que va á sueeder al firmar ese contrato si me presento delante de la em peratriz! —¡Enrique... y si esos vagos terrores, esos peligros fuesen solamente imaginarios!... — ¡Ah, no, no!—respondió Enrique.—¡Sé muy bien que debo temblar, que debo huir! ¡Huyamos, te digo, huyamos! —Pero ¿quién nos salvará,—exclamó Arrika, ¿quién nos sacará de este palacio que tú me has enseñado á maldecir? ¡La duquesa no se atreverá nunca á arros trar la cólera de Catalina! —Arrika, á nosotros únicamente pertenece ahora intentar algún medio de salvarnos... y los instantes son contados. —¿Y el curruaje... y los caballos? —Tengo la barca de Juan que me ha conducido á los jardines y me está esperando todavía. —¿Y los esbirros de palacio? —Procuraremos que no nos vean, y cuando se aper ciban de nuestra ausencia , nos hallaremos ya fuera de su alcance. — ¡Os detendrán antes de que hayáis puesto un pie en la barca! gritó una voz sorda que hizo estremecer á Erique. —¡El loco! prorumpió llevando la mano á su es pada. Pero Andrés Estefanoff le cogió el brazo sonriendo. Su mirada llena de fiereza se hallaba impregnada esta vez de ternura y de benevolencia , y se había fijado compasiva en Arrika. —¡Imprudente! —dijo Andrés á Enrique,—dad gra cias á Dios porque me hace llegar á tiempo. Todo cuanto acabáis de decir es la verdad ; es preciso que antes de un cuarto de hora hayáis salido de Peterhoff vos y esa linda jóven... ¡y yo... yo tan sólo tengo el medio de procurar vuestra fuga y asegurarla... y la aseguraré! —¡Vos! exclamó Enrique mirando con aire de duda á Andrés Stefanoff. —Yo mismo. ¡Mirad esta sortija! —Ese anillo... ya me lo habéis enseñado en otra ocasión... ¿no es el de Catalina? —¡El anillo de la emperatriz, lo reconozco!—dijo Arrika examinando la sortija.—¡Ah , caballero , caba llero! ¡Quien quiera que seáis, salvadnos! —Asi será,—contestó Andrés,—pero con una condi ción... —¡Hablad...—interrumpió el caballero,— ¡hablad! ¡Oh, aunque sea á costa de mi sangre... de mi vida! Y al hablar asi imploraba suplicante al pobre loco. Este se aproximó á Enrique, después de haber sepa rado dulcemnnte á Arrika, y le dijo algunas palabras al oido en voz baja, á que contestó el jóven francés en el mismo tono... —¡Lo uno por lo otro... cambiemos! añadió el loco, sin que Arrika pudiese oir nada , y entregando á Enri que la sortija que sacó de su dedo. El caballero Enrique de Luz estrechó con fuego la mano de Andrés Stefanoff. En seguida, Arrika y su amante desaparecieron. Asi que se perdieron de vista detrás de los vastos jardines que hay á lo largo del golfo, Andrés se acercó al edifi cio, por la parte donde se encontraba la sala de Diana. ¡ Examinó por espacio de algunos segundos la ventana de aquella habitación, y reuniendo en una mano los ¡

EL MUSEO UNIVERSAL. pliegues de su capa, apoyó la otra en el ángulo de una estatua de mármol. — ¡Salvados!— murmuró, volviendo por última vez la cabeza y percibiendo una punta del blanco cinturon de Arrika, que desaparecía huyendo en un extremo del parque. — ¡El anillo imperial les abrirá todas las puertas! Quedó luego pensativo, apoyando en la mano su frente. Los ecos de la música que tocaba en los salones, llegaba á sus oidos sin distraerlo de sus ensueños. A su alrededor todo era silencio. Las luces de la ilumina ción de los jardines iban extinguiéndose de rama en rama. Un viento impetuoso empezaba á soplar de la in mensa bahía de Cronstadt. Andrés esperaba presa del delirio y de la fiebre. De improviso, y mientras que el reloj de Petethoff daba las doce, la ventana del salón de Diana se abrió y una mujer apareció en ella. Andrés se extremeció; la oscuridad no le permitía ver claramente aquella forma humana, cuyo velo hacia flotar el viento. El jóven se acercó á la pared: una voz trémula dejó oir estas palabras; —¿Sois vos? —Sí,—contestó Stefanoff, extendiendo su mano hácia la dama,—sí, Enrique. Uua gasa blanca cayo á sus pies; era un pañuelo, y á este pañuelo estaba colgada una llave de oro. Apenas lo había recogido todo del suelo, volvió á cerrarse la ventana. —¡Catalina!—exclamó Andrés en voz baja,—ahora, ¡ya eres mía! Atravesó rápidamente una de las calles de este mag nifico jardín de Armida, y se perdió en una escalera secreta hábilmente oculta á los ojos vulgares por la puerta de una gruta. En el pañuelo de la emperatriz había también un billete, y en este billete se hallaba trazado el amoroso itinerario que debía seguir el jóven favorecido. Entre tanto Catalina dirigía á todas partes miradas inquietas ; esta fiesta le abrumaba con todo el peso de su fastidio. En su impaciencia, adelantaba la hora , el feliz momento, y llegaba á dudar de la resolución , ó mas bien de la temeridad del caballero. Sin embargo, él había recogido la llave y se hallaba solo bajo la venUna del salón de Diana , solo , lejos de su amada , de Arrika. ¿ Por qué había de inquietarse la Emperatriz? A pesar de todo, Arrika no estaba nn el baile. Esta idea hizo pasar una nube por la frente de Catalina. —¿Dónde está esa niña?—le preguntó á la condesa Minodora. Seria apenas media noche, cuando la Emperatriz hizo esta pregunta. —No lo sé, señora,—contestó la condesa;—pero Arrica no debe lardar, porque esta es la hora en que, se gún creo, debéis firmar su contrato de boda. La condesa Minodora Kirkoff, cuyo contrato de boda podía datar seguramente del tiempo de Isabel la Gran de, dirigía al mismo tiempo á su soberana una mirada llena de curiosidad. Don Tello, que se había procla mado, con un valor digno de mejor causa, su caballero sirviente, se mantenía obsequioso á su lado. —¿Quién es ese extranjero?—dijo Catalina. —¿Cómo se llama? —Augusta señora , me llamo don Tello,—respondió el portugués adelantándose.—¿Puedo hacer algo en servicio de vuestra majestad? Y añadió al oido de la condesa : —Ya lo veis: ¡la Emperatriz me ha dirigido una sonrisa ! —Caballero,—volvió á decir Catalina,—bacedme el obsequio de averiguar si el conde de Narischkin, mi capitán de guardias , está esta noche de servicio en las

FIN DE LA NOVELA Y DEL TOMO XIII.

habitaciones reales. En este caso , dignaos conducirle aquí. Don Tello no tardó en volver, acompañado del ca pitán de guardias. —¿No habéis vi>to nada, capitán?—preguntó la Em peratriz. —Acabo de ver á un hombre, con el sombrero hun dido hasta los ojos, que daba vueltas con una llave de oro en la cerradura del gabinete imperial ,—respondió el conde Narischkin;—he juzgado que seria alguno de los individuos de la Cnancillería secreta. —Justamente. Lo habéis adivinado, conde. Es un individuo de mi Cnancillería secreta. Acompañadme: voy á bajar. La Emperatriz se dirigió á su gabinete , abrió la puerta... y entró. Apenas habían transcurrido uno ó dos segundos, cuando el capitán de guardias que estaba en el corre dor, oyó un grito agudo... A este grito sucedieron otros muchos. Luego, Catalina, pálida y sin aliento,, apareció á los ojos de sus fieles circasianos con los la bios descoloridos y llena de turbación y espanto. —¡Un hombre!—pudo apenas balbucer.—¡Un ase sino Allí... allí... ¡mirad! Y señaló con la mano las cortinas de su lecho. To dos se precipitaron hácia el pabellón que cubría 1» cama imperial. Detrás de aquellas cortinas, se hallaba Andrés Ste fanoff con los brazos cruzados, sereno... inmóvil... El capitán de guardias levantó del suelo un puñal que tenia rota la punta. La hoja de este puñal había resbalado sobre la coraza de acero que servia de égida á la Emperatriz hacia mucho tiempo. — ¡Muerte al asesino! gritaron los circasianos. ¡ Stefanoff cayó sin haber exhalado ni un suspiro ! Cuando el gran duque Pablo, atraído como otros va rios señores de la corte por el tumulto , entró en esta habitación , tropezó con una masa inerte que hubo de hacerle caer. Se inclinó á fin de averiguar lo que era , y á la luz de un hachón reconoció el cuerpo de Andrés. Debajo de los vestidos ensangrentados de aquel des graciado , se encontró esta divisa escrita de su propio puño en un libro piadoso que llevaba siempre con sigo : «Gregorius redivivus et ultor.» Esta era, salvo el nombre, la divisa de PutgachetT. Un año después , la gran duquesa Natalia murió ó desapareció de una manera mas trágica que la preten dida princesa Tarrakanoff. Todo el mundo conoce la historia de Rasoumouwski. Catalina no había retro cedido ante un crimen , é introdujera cerca de la es posa de su hijo una mujer moscovita. Asistida la gran duquesa por esta mujer en un parto, espiró no se sabe cómo. Los detalles de esta muerte forman una página sangrienta y deshonrosa para la soberana que decretó los asesinatos de Pedro y de Y van. El café de la Regencia estaba ya muy en boga en el tiempo en que pasaba esta historia, que un viejo diplo mático de Prusia, amigo del conde de Goertz , contaba á los concurrentes á dicho establecimiento. Enrique da Luz había vuelto al servicio de la córte de Francia, en donde presentó á Arrika, su esposa, que llegó á ser muy pronto una de sus damas mas encantadoras. Don Tello se casó en segundas nupcias con la con desa Minodora Kirkoff, cuyo marido había muerto des terrado en Siberia. Esto era, en verdad , lo menos que merecía el te niente de policía de Catalina; pero también es cierto que don Tello merecía algo mas que lo que el conde de Kirkoff le dejara. Remigio Caula.